Entretejidas
en las labores del escarnio
de
estirar papeles, viejos y opacos,
las aves
de mil siglos ―ruiseñores, pavorreales,
garzas, pericos
y palomas―
arcillan
la cascada de un ensueño.
Repasan
silenciosas las costillas
de
hombres en revestida singladura:
Tal vez
encuentren la rítmica precisa
de mi
sangre antigua,
de mis
pasos extraviados.
Acaso el
conteo de cifras, el pronunciar de leyes,
resuelvan
los acertijos de la noche
y despierten
a la masa de los días
para venerar
con minúsculo detalle
al que
aparece y no aparece como siempre.
Acaso,
¿será sólo tu trote imperioso
el que a mi
suelo calcine y el que a mis pies caliente?
Acaso, el
fuego sea el paraíso
y ese
fuego se encuentre en tus brazos levantados
por
consignas y furias.
Acaso sea
tu carne mi consuelo y mi papiro
y tengas
en él toda la historia que busco
en medio
de los suspiros de los que sólo a escribir alcanzaron
y no llegaron
a soplarme en las pestañas.
Hiriente
es la vista que dirige la existencia
hacia
arriba, en las trescientas sesenta y cinco emanaciones
de un año
que luce en las entrañas.
Hace años
me casé con el silencio y con las letras
hace
siglos que toco el arpa para ser escuchada
hace
tiempo que te invento como un milagro
hace
tiempo que no existimos.
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