19 de julio de 2013

Abraso


Entretejidas en las labores del escarnio
de estirar papeles, viejos y opacos,
las aves de mil siglos ―ruiseñores, pavorreales,
garzas, pericos y palomas―
arcillan la cascada de un ensueño.
Repasan silenciosas las costillas
de hombres en revestida singladura:
Tal vez encuentren la rítmica precisa
de mi sangre antigua,
de mis pasos extraviados.

Acaso el conteo de cifras, el pronunciar de leyes,
resuelvan los acertijos de la noche
y despierten a la masa de los días
para venerar con minúsculo detalle
al que aparece y no aparece como siempre.

Acaso, ¿será sólo tu trote imperioso
el que a mi suelo calcine y el que a mis pies caliente?
Acaso, el fuego sea el paraíso
y ese fuego se encuentre en tus brazos levantados
por consignas y furias.

Acaso sea tu carne mi consuelo y mi papiro
y tengas en él toda la historia que busco
en medio de los suspiros de los que sólo a escribir alcanzaron
y no llegaron a soplarme en las pestañas.

Hiriente es la vista que dirige la existencia
hacia arriba, en las trescientas sesenta y cinco emanaciones
de un año que luce en las entrañas.

Hace años me casé con el silencio y con las letras
hace siglos que toco el arpa para ser escuchada
hace tiempo que te invento como un milagro
hace tiempo que no existimos.