22 de diciembre de 2011

Un día como cualquiera.




Hoy amaneció a medio día.
La gente está fresca y sonriente.
La primavera del amor entibia el triste invierno de esta vida.
La gente sonríe con sus cómplices.
Las personas asoman los ojos rasgados por la mueca del derroche.
Nada, hay, de flores marchitas en las manos. Todo es como una palma con dedos abiertos como un sol.
La amabilidad es un juego contagioso:

“― Ven, te cedo mi asiento.
― ¡Gracias! Este pie me demanda un sitio para posarle.
― Ven, me gusta que hayas cedido tu asiento. Ahora yo me levanto para que puedas gozar.
― Gracias, gracias. Así puedo continuar al lado de mi amada.”

 En el Metro  (transporte de los que viven en esta ciudad), es realmente curioso pisar dentro de esta realidad con carril. Aquí conviven todos los remedios y conviven todos los infinitos. Este gusano cortado ―por el arado citadino― equipara a las mañanas con las tardes. Avanza el tiempo pero no anochece.

 Avanza el tiempo pero sigue siendo primavera en los que dejan derroche sobre sus labios.